lunes, 22 de diciembre de 2008

Viaje de ensueños



Cuando abrí los ojos, habíamos dejado Caracas atrás. Miré mi reloj y calculé que ya había pasado más de una hora y media desde que salimos. Mareada por el sueño volteé la cara hacia la ventana. Parpadeé dos veces. La autopista se perdía a lo lejos, y el asfalto se veía pobre alrededor de las majestuosas montañas.

Árboles en todos sus tamaños. El verde en todos sus tonos. Se fusionaban, y le daban sentido a ese color esperanza. Uno a uno, pasábamos los postes de luz. Quise seguirlos hasta que desaparecieran. Quise quedarme en la vía hasta conseguir terminar los kilómetros que recorrían esos cables. Quise no regresar a mi vida. Quise perderme en un rumbo que ni yo misma conocía.

El cielo estaba tan despejado, que por el vidrio de la ventana vi cómo los ojos se me cargaban de pequeñas lágrimas. Esas goticas que se unen, pero se empeñan en no salir y quedarse atrapadas. No estaba triste. Era el asombro de ver lo poco que necesitaba para sentirme liberada. No importaban las horas de viaje, no importaba el destino, sólo importaba el recorrido.

Las nubes me permitieron soñar. Las pocas que habían, dejaban que los rayos del sol las atravesaran. Un espectáculo digno de ver. Parecía que todos fuésemos parte de un gran lienzo, en el que los colores interactuaban con perfecta armonía.

Aunque las ventanas estuvieran cerradas, oía los gritos del viento. Eran tan altos, que casi podía seguirle el ritmo. Son ésos los momentos en los que quieres empezar a cantar la letra de tu canción favorita. Sonreír hasta que te duelan los dientes. Dejar que las lágrimas adornen espontáneamente tu cara. Pensé en bajarme y tomarme una foto en el medio de la autopista, pero luego reaccioné y me reí pensando que quizás no llegaría para contarlo.

Cerré los ojos intentando congelar esa imagen y los pensamientos en mi cabeza. Sólo recuerdo mirar fijamente la carretera y perderme en un nuevo sueño.